En el ictus, el tiempo es cerebro; cada minuto que pasa cuenta porque desde que aparecen los síntomas se pierden miles de neuronas que se pueden salvar si se aplican lo antes posible medidas de tratamiento adecuadas, pero antes de llegar a esta situación el 90 % de ellos se puede prevenir.

Los síntomas que hay que saber reconocer y deben hacer pensar en un ictus aparecen casi todos “de una forma muy brusca, no avisan”.

Síntomas de ictus

El término ictus hace referencia a una palabra griega que significa ‘golpe’. Puede aparecer una pérdida brusca de la fuerza o sensibilidad en un lado del cuerpo y en muchos casos la cara se tuerce como único síntoma, pero también puede existir dificultad para hablar o atender lo que se le dice.

También puede darse una pérdida brusca de visión en un ojo o en una parte del campo visual, o de la estabilidad o un dolor muy intenso de cabeza, que no es habitual.

Cómo actuar ante un ictus

Si un paciente o sus familiares detectan uno de esos síntomas no deben perder el tiempo. Lo primero que hay que hacer es llamar al 112, no hay que trasladar al paciente a ningún servicio de urgencia por nuestra cuenta, ni darle ninguna medicación porque está demostrado que solo sirve para retrasar un correcto diagnóstico y tratamiento.

Los servicios sanitarios de urgencia, además, participan en el plan de atención al ictus, con lo que pueden aplicar los primeros tratamientos para estabilizar al paciente y conseguir que llegue en las mejores condiciones al hospital.

En el hospital, a través de un escáner, se determinará si se trata de un infarto cerebral o ictus isquémico (producido por el taponamiento o la oclusión de una arteria debido a un coágulo y suponen alrededor del 80 % de los ictus) o de una hemorragia cerebral, causada por la ruptura de un vaso.

Los síntomas son los mismos, pero los tratamientos son distintos, y en el caso de las hemorragias están menos desarrollados, aunque se sigue investigando con nuevos para disminuir los efectos.

Cómo prevenirlo

Hay factores de riesgo vascular que no se pueden modificar como la edad (el riesgo aumenta con los años), el sexo (la incidencia es mayor en las mujeres a partir de los 85), el historial familiar y la raza.

Pero hay otros en los que se puede incidir como la hipertensión arterial, la diabetes, la hipercolesterolemia, tabaquismo, obesidad, la vida sedentaria, el consumo de alcohol, los anticonceptivos o las enfermedades cardiacas.

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